viernes, 8 de noviembre de 2024

El ladrón de perros

Pocos días antes del inicio de la espeluznante pandemia de la COVID-19, fuimos a la icónica Cinemateca Boliviana para ver una película nacional que prometía mucho. Realmente no recuerdo el título de ese filme ni los nombres de sus actores; pasó desapercibida, como tantas otras películas nacionales. Varios años después, el pasado miércoles, volvimos a una de las más grandes salas de la Cinemateca para ver una nueva película boliviana titulada: El Ladrón de Perros, protagonizada por Franklin Aro.

A principios de los 2000, los cines en Bolivia experimentaron un gran impulso gracias a la llegada de inversores extranjeros, lo que provocó una transformación significativa en la industria del entretenimiento. En La Paz, el tradicional cine Monje Campero tuvo que modernizarse para mantenerse vigente, mientras que otros, como el 6 de Agosto o el 16 de Julio, no lograron adaptarse al cambio y fueron relegados, convirtiéndose en teatros para espectáculos populares, totalmente incapaces de competir con las nuevas tecnologías que brindaban las salas de proyección en 3D, el sonido Dolby Digital y la diversidad de opciones cinematográficas en un solo lugar, ofreciendo una experiencia moderna y completa para el espectador.

Sin embargo, la Cinemateca Boliviana se destacó durante los primeros años del nuevo milenio por su esfuerzo inquebrantable en mantener vivo el cine nacional. En un gesto memorable, lograron habilitar tres modernas salas de proyección en su infraestructura renovada, inaugurada en 2005. Este edificio, ubicado cerca de la avenida Arce, en la zona de Sopocachi, marcó un nuevo capítulo para la Cinemateca, al mudarse desde su histórico emplazamiento en la calle Pichincha, cerca del colegio San Calixto. De esta manera, se aseguró que el cine boliviano tuviera un espacio digno donde prosperar y resistir los cambios del mercado.

Lamentablemente, la Cinemateca también fue perdiendo relevancia con el tiempo, quizá debido al impacto de la pandemia y la arrolladora oferta de los servicios de streaming. Pero no encontrarás en Prime, HBO o Netflix, por ahora, a la película boliviana El Ladrón de Perros, que merece ser vista en el cine. Es simplemente hermosa: sus escenas, la fotografía de la ciudad, los actores… todo.

Esa noche tuvimos la fortuna de conocer al actor principal, Franklin Aro, quien, al finalizar la proyección, se hizo presente en la sala, en medio de un mar de aplausos. Acompañado del encargado de la fotografía fija, comenzó a contarnos cómo se rodó esta obra de arte, que tomó más de ocho años en realizarse. Sin duda, cada día invertido, desde la gestación de la idea principal hasta la edición final, valieron la pena.

Fue emocionante escuchar su relato y cómo se le quebraba la voz al recordar todo lo que tuvo que vivir en las calles de La Paz, junto a su pequeño hermano. La increíble historia de un simple muchacho, que soñaba con ser actor y alcanzó su sueño, ya que, antes de formar parte de este magnífico proyecto cinematográfico, se ganaba la vida lustrando calzados y tratando de sobrevivir en la metrópoli paceña. Como se menciona en algún momento de la película: "Los sueños se hacen realidad, ¿no?" Y sí, se hacen realidad. 

Franklin aún tiene muchos sueños por cumplir, y su determinación es un reflejo de la profundidad de su alma. Es una persona humilde y sencilla, fruto de lo que muy pocos logran alcanzar: no la fama, sino la verdadera conciencia de uno mismo. Franklin entiende que no hay límites para lo que uno sueña y se propone, pero también sabe que los sueños requieren sacrificio, coraje y estar preparados para enfrentar los retos del camino. Así lo demostró el día en que, mientras trabajaba bajo el ardiente sol de La Paz, vio un afiche pegado a un poste que anunciaba la búsqueda de actores naturales. En ese momento, su corazón latió con fuerza y sintió que ese llamado era para él. Aunque la incertidumbre y el miedo intentaron detenerlo, Franklin reunió todo su valor y decidió tomar esa oportunidad. No fue fácil, pero nada en la vida ocurre por casualidad; todo es el resultado de las decisiones valientes que tomamos.

Al finalizar esa emotiva presentación, la nueva estrella cinematográfica se encontraba parada frente a la marquesina que llevaba su nombre, iluminada por luces cálidas que destacaban su logro. Franklin estaba visiblemente emocionado, pero mantenía una calma y humildad que solo aquellos que han recorrido un camino tan difícil y auténtico pueden tener. Con completa sencillez, aceptaba los abrazos, besos y felicitaciones de todos los que tuvimos el grato placer de conocer una parte de esa fantástica experiencia. Cada abrazo era una muestra de afecto sincero, cada palabra de aliento resonaba profundamente en su corazón, y su sonrisa reflejaba no solo alegría, sino también un agradecimiento genuino. Me acerqué para darle la mano, sintiendo una mezcla de admiración y respeto. Cuando lo miré a los ojos, le dije que era una verdadera inspiración, y él, con una voz llena de modestia, me respondió: "Muchas gracias, caballero". Fue un momento breve, pero lleno de significado, que dejó una huella imborrable en mí.

Sigue adelante, Franklin. Todos los que tuvimos el placer de conocerte deseamos verte en otras películas y que sigas siendo una inspiración: para tu hermano, que está a punto de terminar el colegio y seguramente ve en ti el ejemplo de que los sueños se pueden alcanzar; para tus amigos lustrabotas, que, entre el brillo de cada zapato, encuentren la esperanza de una vida mejor, inspirados por tu historia; para esta sociedad paceña y boliviana, que lucha cada día por un país más justo y desarrollado, donde cada uno pueda alcanzar su máximo potencial; y para todos aquellos que, a veces, pierden la fe en sus propios sueños, pero que al ver lo que has logrado, pueden volver a creer.

Franklin, tu historia nos recuerda que el verdadero sueño no es solo material, sino crecer, aprender y nunca dejar de soñar. Que seas una inspiración para esta hermosa Sudamérica, que tiene tanto por ofrecer, para que cada uno de nosotros se atreva a ver en nuestras propias calles, en nuestros propios desafíos, las oportunidades para ser mejores y para crecer. Como dice Thomas Merton: “El orgullo nos hace artificiales y la humildad nos hace reales”.

Aprendamos del señor Franklin Aro a ser más reales.



jueves, 17 de octubre de 2024

U2 Edición Especial

Recuerdo aquel viernes por la tarde, como si fuera ayer, cuando aún era un joven egresado universitario, con sueños y muchos planes a futuro. La jornada había sido larga y el peso de las clases, los proyectos y las noches de desvelo empezaban a pasarme factura, sin embargo, había algo que siempre me motivaba: la idea de mejorar mi equipo de computación, mi pequeño tesoro en esos días. Era una Compaq, una reliquia de escritorio que usaba para programar y en la que, entre ensayo y error, aprendía los secretos y las complejidades del código, desentrañando cada detalle con la satisfacción de alguien que va alcanzando sus objetivos.

Esa tarde me dirigí a la calle Eloy Salmón, una zona comercial emblemática aquí en la ciudad de La Paz, conocida por la gran variedad de electrodomésticos y equipos electrónicos que se encuentran en sus galerías. Por aquellos tiempos, la calle estaba repleta de tiendas que ofrecían desde piezas electrónicas de segunda mano hasta las últimas novedades tecnológicas. Era como un paraíso para aquellos de nosotros que, con un presupuesto ajustado y un sueño de tener la tecnología más avanzada, vagábamos por esos pasillos buscando cualquier componente que hiciera algún milagro en nuestras máquinas.

Mi objetivo era simple: encontrar una memoria RAM que me permitiera darle un poco más de vida a la Compaq, hacerla un poco más rápida, más eficiente para las largas horas de programación. Al entrar a una de las galerías, el bullicio característico de la calle Eloy Salmón me envolvió. Los vendedores ofrecían a viva voz todo tipo de partes y componentes. Mientras caminaba por el estrecho pasillo, mis ojos se detuvieron en un escaparate que destacaba entre el resto. En uno de los locales, rodeado de cajas con tarjetas de video y discos duros, había una vitrina de cristal iluminada cuidadosamente, donde se podía visualizar el logo de la manzana mordida, y allí, en su lugar de honor, se encontraban los últimos iPod de Apple. Era como si aquella esquina del local brillara más que el resto, atrayendo con un halo de modernidad que contrastaba con el desorden tecnológico del lugar.

El iPod, en esos años, era la definición de innovación. Un pequeño dispositivo que podía llevar toda tu música favorita, una promesa de libertad para un melómano como yo. Pero lo que realmente me dejó sin aliento fue lo que vi en la parte más alta de aquella vitrina: la versión limitada del iPod U2. Era diferente a todos los demás, negro con ese círculo de control rojo que resaltaba de manera imponente. Y lo mejor de todo, en la parte posterior, estaban grabadas las firmas de los cuatro integrantes de la banda irlandesa que tanto admiraba. En ese instante, el tiempo parecía haberse detenido.

No pude evitar acercarme más. Con algo de timidez, le pedí al vendedor que me dejara verlo de cerca. Me miró con esa expresión que los vendedores suelen tener cuando saben que probablemente no comprarás el artículo más caro de su mostrador, pero accedió. Sacó el iPod de la vitrina con cuidado, casi con reverencia, y me lo mostró desde el otro lado del mostrador. Lo tenía en sus manos, pero no dejaba que yo lo tocara. Era como si ambos supiéramos que era algo inalcanzable para mí en ese momento, y aún así, el simple hecho de verlo tan de cerca, de escuchar al vendedor describiendo cada una de sus bondades, era suficiente para alimentar mi ilusión.

Cuando finalmente decidí preguntar por el precio, la respuesta fue exactamente lo que imaginaba, y más. Una cifra que superaban todos mis ahorros, incluso mis sueños más optimistas de poder adquirirlo en un futuro cercano. Sin embargo, me quedé unos minutos más, observando, como un hambriento tras el vidrio de un restaurante Había algo poético en aquel objeto, algo que iba más allá de su función. Era la música, la tecnología, y también un poco de mi adolescencia condensada en aquel aparato. La mezcla del negro elegante con la rueda de control de un rojo intenso y vibrante, las firmas de Bono, The Edge, Adam y Larry. Era, en esencia, un sueño. Un sueño que me prometía llevar la música de U2 y de todas mis bandas favoritas siempre conmigo, en el bolsillo.

Pasaron casi 20 años desde ese encuentro, fue amor a primera vista, y la vida me llevó por caminos que nunca imaginé. Mucho ha cambiado desde entonces: la tecnología avanzó a un ritmo vertiginoso, los dispositivos se convirtieron cada vez más pequeños y más poderosos. Pero el deseo de poseer aquel iPod U2 se había quedado conmigo, latente, como una espina dulce que nunca quise quitarme del todo. Y hoy, después de tantos años, finalmente lo tengo en mis manos. No es nuevo, no tiene ese brillo inmaculado de aquel aparato que vi en la vitrina, pero está en óptimas condiciones. Tiene todos sus accesorios, incluso la caja original, y al sostenerlo, siento que sostengo una parte de mi historia.

Antes de volver al trabajo, decidí darme un momento para disfrutarlo. Busqué mis audífonos Bose, esos clásicos con cable, sin micrófono incorporado, simplemente dos pequeños auriculares blancos, quería que la experiencia fuera tan auténtica como en aquellos días. Conecté los audífonos, encendí el no tan pequeño dispositivo y busqué una canción que siempre tiene un significado especial para mí: "Every Breaking Wave" de U2.

Al escuchar los primeros acordes de esa icónica canción, una oleada de emoción me invadió el alma. La música llenó mi espacio, y por un momento, el paso del tiempo no importó. Éramos solo yo, los acordes de melodía, y aquel viejo iPod, finalmente juntos. En ese instante, todo era simplemente magnífico, fue como retroceder en el tiempo a ese viernes por la tarde en la calle Eloy Salmón, pero con la satisfacción de saber que los sueños, por más pequeños o grandes que sean, encuentran su camino para hacerse realidad. Como lo dijo Stephen Covey “Todas las cosas se crean dos veces. Siempre hay primero una creación mental, y luego una creación física” la creación mental estuvo en mí durante 20 años.



sábado, 5 de octubre de 2024

Volví con el iPod

Desde hace unas semanas, tengo en el escritorio a mi viejo iPod Nano de 3ra generación, conectado al también veterano JBL "On Stage III" iPod Sound Dock. Mientras trabajo, escucho las casi 850 canciones que llenan los 4 GB de capacidad de este pequeño dispositivo musical. Cada vez que presiono el botón de reproducción, siento una oleada de nostalgia y emoción, siento como si cada nota y cada melodía me transportaran a otro tiempo, cuando la música era algo tangible, un tesoro almacenado en pequeños dispositivos electrónicos. El sonido cálido que emana del JBL llena la habitación y me hace recordar lo que significa realmente disfrutar la música, sin algoritmos, sin interrupciones, solo yo y mis canciones favoritas.

En medio de la batalla, entre los servicios de streaming de audio, por posicionarse como el mejor, las ofertas van y vienen. Algunos suman inteligencia artificial a sus algoritmos para ofrecer recomendaciones personalizadas, otros se enfocan en ofrecer una calidad de audio extremadamente alta, con formatos sin pérdida o incluso sonido espacial, mientras que otros buscan atraer usuarios con la librería más extensa posible o con contenido exclusivo de artistas populares. Todo vale en el intento por capturar y mantener el oído del cliente, incluyendo planes de suscripción con beneficios adicionales, colaboraciones con dispositivos inteligentes y eventos en vivo para crear experiencias más inmersivas.

Mi primer contacto con los servicios de streaming fue a través Spotify, hace ya varios años. Me pareció increíble su sistema de recomendaciones; sentía que adivinaba mis gustos musicales al punto de que parecía hecho a medida. Al terminar una canción, comenzaba otra que también me encantaba, creando una experiencia auditiva continua y placentera. Pasé horas con los pequeños Bose QuietComfort Earbuds ajustados a mis canales auditivos, disfrutando álbumes completos de mis artistas favoritos mientras recorría el continente sentado en la butaca de un avión. La calidad de sonido de los auriculares, junto con las recomendaciones precisas de Spotify, hacían de cada viaje una experiencia inmersiva, casi cinematográfica, en la que la música se convertía en la banda sonora perfecta para cada paisaje y cada momento vivido.

Por un tiempo, compartí una suscripción a Apple Music, y ahí comenzó mi búsqueda por el mejor servicio de música digital. Apple ofrecía una calidad de audio distinta, casi etérea, que hacía que cada canción se sintiera como un viaje íntimo y envolvente. Quizás un poco más lenta en el arranque de las canciones, pero esos microsegundos de espera valían la pena, era como si el sistema se tomara el tiempo necesario para asegurarse de que todo estuviera perfecto. Podía distinguir las sutilezas en los efectos musicales, cada pequeño eco, cada vibración que parecía estar dirigida directamente a mi alma. Así, me obsesioné con escuchar versiones en altísima fidelidad, y dejé de lado cualquier otra opción que no cumpliera con ese nivel de detalle. Sin embargo, la suscripción, al ser una invitación, terminó en pocas semanas, y volví a Spotify, pero ya no era lo mismo. La magia se había desvanecido, las canciones no lograban conectar de la misma manera, fue como si algo esencial se hubiera perdido en el tiempo.

Lo que más me ataba a Spotify eran las playlists que había creado, cuidadosamente curadas a lo largo de los años. Cada lista representaba un estado de ánimo, un viaje, una etapa de mi vida, y desprenderme de ellas no era una opción sencilla. En ese tiempo no encontraba una manera más fácil de transferirlas a otra plataforma, así que me resigné a lo que tenía, atrapado en la familiaridad de esas listas que habían sido testigos de tantos momentos personales. A veces buscaba nuevas listas para variar, explorando las recomendaciones del algoritmo y buscando algo que me devolviera la emoción inicial, pero la monotonía me alcanzó y el encanto se desvaneció. Fue entonces cuando decidí hacer una pausa para dar paso a la música en la radio, buscando recuperar esa sensación de sorpresa y descubrimiento que parecía haberse perdido.

Recuerdo cuando los primeros celulares incluían un sistema de radio. Eran fantásticos, ya que solo tenías que conectar los auriculares, que funcionaban como antena, y podías sintonizar estaciones locales con facilidad. La emoción de poder escuchar música, programas de entretenimiento y noticias sin necesidad de conexión a internet era algo mágico en esos tiempos. Siempre me gustó la radio, y para mí, esa opción en el celular resultaba indispensable; era como tener una ventana abierta a la ciudad, donde podías escuchar desde los últimos éxitos musicales hasta las voces familiares de los locutores que acompañaban el día a día. Sin embargo, con el paso de los años, los modelos de teléfonos más avanzados decidieron eliminar la aplicación y sus componentes electrónicos necesarios para esa función, sacrificando mi conexión directa con la radio a favor de nuevas tecnologías. Fue un cambio que, aunque lógico para muchos, me dejó con una sensación de pérdida, como si se hubiera apagado un pequeño pero significativo puente entre lo analógico y lo digital.

Con la evolución de los servicios en línea, la radio también se adaptó a plataformas como TuneIn, Radio Garden y otras, que en sus versiones gratuitas te permiten acceder a estaciones de radio de todo el mundo. Ya saturado de Spotify, decidí darle una oportunidad a TuneIn y pagué una suscripción mensual. Recuerdo que fue una experiencia refrescante; poder sintonizar estaciones de diferentes partes del planeta que me transportaba a otros lugares, era como viajar sin salir de casa. Disfruté mucho de radios especializadas en música clásica, jazz, rock, entre otras, además de talk shows y programas de noticias internacionales. En particular, había una estación de jazz de Nueva Orleans que solía escuchar en las tardes mientras regresaba a casa; las melodías se entrelazaban con los sonidos de la ciudad, creando un ambiente casi perfecto. Durante un tiempo, TuneIn fue mi principal servicio de audio, pero no duró mucho. La falta de personalización y el sentimiento de querer algo más específico me llevaron a buscar otras alternativas, pero esos momentos de conexión con la radio alrededor del mundo fueron realmente especiales.

En las últimas semanas, decidí activar una suscripción a Amazon Music, motivado por un video de TikTok en el que un experto detallaba las diferencias entre las principales plataformas de streaming. Lo que más me atrajo fue la calidad de audio superior y la enorme cantidad de canciones disponibles en comparación a las ofrecidas por Spotify, aunque la interfaz, debo admitir, es algo reducida y un poco rígida, especialmente en el modo auto. A pesar de estas limitaciones, la calidad del sonido lo compensa con creces, y hubo un factor clave que me convenció: logré migrar mis playlists a Amazon Music sin ningún contratiempo, gracias a la herramienta TuneMyMusic. Ni siquiera la DJ personalizada de Spotify logró detener mi migración; de hecho, sus recomendaciones parecían cada vez más desconectadas de mis gustos, lo cual sólo aumentó mi descontento.

Definitivamente, disfruto cuando la música tiene esa calidad extrema. Escucho álbumes completos, no solo canciones sueltas, ya que cada álbum cuenta una historia que merece ser experimentada de principio a fin. Tengo una selección reducida a algunos géneros musicales y una temporalidad bien marcada, principalmente rock, pop y alternativa, con un especial énfasis en la música de los años 80. Para mí, no hay mejor música que la producida en esa década; su energía, la calidad de las composiciones, y el sonido distintivo de los sintetizadores analógicos me transportan a una época llena de creatividad y emociones puras. Así que, una tarde de domingo, decidí desempolvar mi viejo iPod Nano de 3ra generación, que contiene todos los discos que me gustan en formato AAC a 320 kbps, una calidad de audio que, aunque no es completamente sin pérdida, logra mantener un balance excelente entre fidelidad y espacio. Saqué del baúl de los recuerdos el JBL "On Stage III" Dock, y al conectarlo, el sonido cálido y robusto llenó la habitación, haciéndome sentir como si estuviera en un pequeño concierto privado. Esos momentos, rodeado por el sonido auténtico de mis canciones favoritas, me recordaron lo especial que es la música cuando se escucha de la manera correcta, sin distracciones ni compromisos.





domingo, 28 de julio de 2024

Linux y yo

El pasado viernes, cerca de las siete de la mañana, me llegó a través de WhatsApp una noticia que estaba circulando de forma masiva en las Redes Sociales. El titular indicaba: “Error Fatal”. Apagón informático de Windows afecta a aerolíneas, era una nota de la BBC News. Minutos después y con algo más de información, supe que se trataba del antivirus Crowdstrike el causante del tremendo incidente. Dejé el celular sobre el escritorio y me dirigí lentamente al ventanal de mi oficina para ver como la ciudad comenzaba a tomar ese su ritmo caótico previo al fin de semana. Fue entonces cuando me acordé del sistema operativo que, creo hasta ahora, no presentó una falla similar, el casi imbatible Linux.

Era mediados de los 90 y tuve la fortuna de conseguir un empleo en el principal ISP del país. Recuerdo que aquella era una época en la que la tecnología avanzaba a pasos agigantados y la comunidad de software libre empezaba a ganar cadencia. Siempre tuve una fascinación por la programación y el concepto de Linux me resultaba altamente atractivo, es así como, para poder demostrar mis conocimientos y experiencia sobre programación, decidí instalar RedHat en una polvorienta computadora que se encontraba en la olvidada esquina de esa oficina.

La instalación en aquella antigua 486 de Intel fue un completo desafío. En esos días, no se contaban con instaladores gráficos amigables como los que hoy se disponen, todo se hacía “a mano”, por medio de una serie de comandos ejecutados en una oscura consola. Con la copia del Linux RedHat en disquetes y un limitado manual de referencia, me sumergí en el incierto proceso.

Después de algunas horas y diversos intentos logré superar la etapa de instalación, para luego encontrarme ante una pantalla negra y su brillante cursor, esperando mis instrucciones. La interfaz gráfica no era algo que venía por defecto en la instalación; se requería de un trabajo adicional de configuración del servidor X, sin antes asegurarse de que el hardware fuera totalmente compatible, lo que significaba realizar varias acciones adicionales, sin la garantía de un perfecto funcionamiento, por lo que, era preferible continuar en lo que conocíamos como: Modo texto.

Aprender a manejar la línea de comando fue como descubrir un nuevo lenguaje de programación. Intenté con los comandos básicos como: ls, cd y cp. Esa simplicidad que presentaba Linux para escribir en unos pocos caracteres las instrucciones necesarias y lograr resultados inmediatos me resultó fascinante. Pronto estuve dispuesto a explorar otros comandos: grep, tail y more. Cada uno de ellos abrían nuevas puertas y me permitían acceder a los datos de manera totalmente diferente a lo que Windows ofrecía.

Para ser sincero, el salto a Linux fue casi como una consecuencia natural de mi experiencia con el MS-DOS, la programación en C++ y de aquellas largas horas que pasé frente a los monitores monocromáticos de la Universidad. Fue recién con Windows 3.1 cuando tuve el acceso a una interfaz gráfica y años más tarde, con la llegada de Windows 95, el monitor pasó del cursor a un puntero y del monocromo al VGA.

En aquellos años, la comunidad de usuarios de Linux era muy pequeña pero apasionada. Por lo tanto, encontrar soluciones a problemas a menudo implicaba sumergirse en foros especializados y largas listas de correos electrónicos, que eran donde la gente compartía sus experiencias y consejos. Aún no existía Google y se consultaban las precarias páginas web a través de un limitado navegador. Netscape era mi favorito, con Altavista, WebCrawler o Yahoo como sitios preferidos donde encontrar algo de información.

Definitivamente lo que más me impresionó de Linux fue su filosofía, esa idea de tener control total sobre el sistema, modificarlo y adaptarlo, era totalmente revolucionaria. El hecho de que todo el código fuente estaba disponible para ser examinado y alterado me dio una sensación de independencia, en comparación a otros sistemas operativos.

Con el tiempo, comencé a escribir mis propios scripts en bash para automatizar diversas tareas. La línea de comandos se convirtió en una extensión de mis desafíos, una forma donde podía experimentar y crear sin límites todo lo que quería lograr. Recuerdo haber pasado noches enteras ajustando configuraciones, compilando pequeños programas y personalizando cada aspecto de aquel sistema al que bauticé con el nombre de máquina: Quipus.

Esa experiencia con Linux de mediados de los 90, no solo me enseñó sobre tecnología abierta, sino también sobre la importancia de la comunidad y la colaboración. Fue un tiempo de descubrimiento y aprendizaje continuo, donde cada desafío superado se sentía como una victoria personal.

Mirando atrás, esos días frente a la pantalla negra de la terminal digital fueron fundamentales para mi desarrollo como programador y entusiasta de la tecnología. Linux no solo me dio un sistema operativo; me dio una forma de pensar y una pasión por el software libre que perdura hasta hoy.

Mientras escribía este texto, terminé de leer el libro de Neal Stephenson: En el principio fue la línea de comandos. El autor ofrece una perspectiva profunda y crítica sobre la evolución de los sistemas operativos y su impacto en la cultura informática. Stephenson argumenta que, a pesar de la popularidad de las interfaces gráficas, las líneas de comando y el software de código abierto siguen siendo cruciales para la innovación y el desarrollo tecnológico. 

Hoy, por motivos laborales, aún continúo trabajando con Windows, pero lo mejor de mi experiencia como usuario de computadoras me la brindó, indudablemente, Linux.



miércoles, 26 de junio de 2024

La Eurocopa del Major Tom

La versión 2024 de la Eurocopa de fútbol me está resultando muy difícil de seguir. Hasta ahora y antes del inicio de la ronda de partidos correspondientes a los octavos de final, solo pude ver un par de encuentros y fueron únicamente durante el fin de semana. Si bien los horarios son matutinos para este lado del mundo, en días de la semana, para mí, fue prácticamente imposible sintonizar alguno en el canal digital. Sin embargo, este torneo pasará a la historia por una canción compuesta hace 40 años que se está convirtiendo en un segundo himno para los hinchas de la selección alemana.

Durante la gestión 2023, Alemania como sede del torneo europeo, buscó una canción que sería amplificada en los campos deportivos después de que anotara un gol su selección. Eso de las canciones que suenen cuando se marcan goles, al parecer inició en el pasado mundial de Qatar, cuando los equipos participantes enviaron a la FIFA hasta dos canciones para que se reproduzcan en el sistema de sonido del estadio cada vez que se marque un gol. Algo similar está pasando en la Eurocopa 2024.

Definitivamente, la música juega un papel cada vez más destacado en las competencias deportivas y fueron varias canciones las postuladas ante la DFB (Deutscher Fußball-Bund), pero una se proyectó como la favorita: Major Tom de Peter Schilling, aunque inicialmente la UEFA (Union of European Football Associations) no aceptó la petición, el hit de los 80 fue incluida en los spots promocionales de Adidas, la empresa encargada de dotar los uniformes deportivos a la selección germana, alcanzando la canción un grado de virulencia digital insólito.

La singular composición de Peter Schilling, “Major Tom”, sonó por primera vez en el estadio olímpico de Berlin, durante el partido frente a Holanda, haciéndose realidad la petición de miles de aficionados locales para convertirla en el jingle oficial del gol alemán. Peter Schilling, cuyo nombre completo es Pierre Michael Schilling, nació el 28 de enero de 1956 en Stuttgart, Alemania. Schilling es conocido principalmente por su estilo new wave y synth-pop, géneros que ganaron enorme popularidad en la década de 1980. El mayor éxito de Peter Schilling es, sin duda, la canción "Major Tom (völlig losgelöst)", que fue lanzada en 1983.

Major Tom, es una reinterpretación y secuela conceptual de la famosa canción "Space Oddity" de David Bowie, que presenta a un astronauta ficticio llamado Major Tom, y relata la historia del mítico explorador perdido en el espacio, resonando su fascinación por la investigación cósmica y el ambiente de la Guerra Fría de la época, lo que contribuyó a su atractivo universal.

A lo largo de su carrera, Schilling lanzó algunos álbumes, entre los que destacan "Error in the System" (1983) y "120 Grad" (1984), ambos con una mezcla de éxitos en alemán e inglés. Aunque ninguno de sus trabajos posteriores alcanzó el nivel de éxito de "Major Tom", Schilling siguió siendo una figura influyente en la escena musical alemana y mantuvo una base de seguidores leales.

El perseverante Peter Schilling, en su cuenta oficial de Tik Tok, tiene un vídeo en el que agradece por la elección de su canción que acompaña la anotación de los goles alemanes durante la Eurocopa y asegura que siempre confió en su música y talento.

La perseverancia es una de las virtudes más valiosas y poderosas del ser humano, ya que, es la capacidad de mantener el esfuerzo y la determinación hacia una meta a pesar de los obstáculos, adversidades y el tiempo que pueda llevar alcanzarla. Implica una combinación de paciencia, tenacidad y una actitud positiva frente a los desafíos. No es simplemente resistir o aguantar; es un proceso activo de seguir avanzando, aprendiendo de los errores, adaptándose y mejorando continuamente. Las personas perseverantes entienden que el camino hacia el logro está lleno de altibajos, y en lugar de rendirse ante las primeras señales de dificultad, utilizan estos momentos como oportunidades para crecer y fortalecerse.

Con perseverancia, cualquier meta es alcanzable, y cualquier desafío superable, pero ser perseverante no significa ser inmune a los fracasos o a las derrotas temporales, sino ser capaz de recuperarse de ellas, aprender y seguir adelante con más determinación. Esta capacidad de enfrentar los contratiempos es lo que nos permite convertir las adversidades en lecciones valiosas y utilizar esas experiencias para impulsar su progreso. La perseverancia también está estrechamente relacionada con la resiliencia.

Este es el mensaje que se puede extraer de esta afortunada canción y de la Eurocopa. Un cantante perseverante, quien logró una fama fugaz gracias a su único hit y que estuvo por 40 años a la sombra de ese éxito que, con la ayuda de las Redes Sociales, hoy puede disfrutar del verdadero lugar que le corresponde, fruto de su voluntad, esfuerzo y dedicación, con la certeza de recorrer el camino correcto, aunque los resultados a corto plazo hayan sido poco satisfactorios.

Sin lugar a duda, la perseverancia es una virtud esencial que nos impulsa a seguir adelante a pesar de las dificultades. Es el motor que nos permite alcanzar los sueños y convertir nuestras aspiraciones en realidad.

Dann hebt er ab und
Völlig losgelöst
Von der Erde
Schwebt das Raumschiff
Völlig schwerelos


x

viernes, 12 de abril de 2024

La caldera vacía

En un bullicioso edificio de oficinas situado en el corazón de la ciudad, Santiago encontró su oasis de tranquilidad, un rincón donde el ajetreo cotidiano se fusionaba armoniosamente con el aromático deleite del café recién hecho. Cada día, impulsado por un inquebrantable optimismo, Santiago era el primero en cruzar las puertas de la oficina, anhelando el abrazo cálido de su amada taza de café. Su ritual matutino era simple, pero profundamente sagrado: entrar, poner en marcha la caldera para su indispensable dosis de cafeína y, mientras espera que el agua logre el punto de ebullición, revisar los correos electrónicos que marcarían el ritmo de su jornada.

Una mañana, como cualquier otra, Santiago, con los ojos aún velados por el sueño pero el corazón lleno de esperanza, se dirigió a la cocina compartida. Con los movimientos movimientos precisos de un puma tras su presa, preparó la caldera y se retiró a su escritorio, esperando pacientemente el momento culminante de su rutina. Imaginaba ya el ritual: la selección de su taza favorita, el abrir de la bolsa de café que liberaría su embriagador aroma, el acto meditativo de verter el agua hirviendo sobre el café molido, invocando así la esencia de su tan ansiado despertar.

Sin embargo, cuando creyó que era el momento de disfrutar de su creación, Santiago se encontró frente a una realidad desconcertante: la caldera estaba inexplicablemente vacía. La confusión dio paso a una irritación sutil al descubrir una nota adherida a la pared con un mensaje escrito con claridad y firmeza: "Gracias por el agua". Aunque el mensaje destilaba gratitud, Santiago no pudo evitar que una ola de frustración lo invadiera. Todo estaba planeado al detalle, y aquel imprevisto le obnubiló el ánimo. No obstante, determinado a no dejarse vencer por la adversidad, se dispuso a hervir nuevamente el agua, esta vez sin despegar los ojos de la caldera, cual guardián de su preciado elixir.

Tras una espera que se le antojó interminable, el agua estuvo lista. Aunque el café de aquella mañana llevaba el sutil amargor de su frustración inicial, Santiago decidió no dejarse amargar el día. Mientras el calor del café se difundía por su ser, optó por enfocarse en los aspectos positivos que aún estaban por descubrirse en la jornada que se desplegaba ante él, plenamente consciente de que la paciencia y la resiliencia son las herramientas indispensables para superar cualquier adversidad.

Aunque no siempre contemos con compañeros de trabajo lo suficientemente considerados como para dejar una nota junto a una caldera vacía, en un ambiente laboral, donde se supone que la colaboración y el trabajo en equipo son piedras angulares, es frecuente encontrarse con actitudes poco cooperativas y egoístas que pueden mermar la dinámica del grupo.

La desvinculación con los objetivos y valores compartidos puede derivar en conductas contraproducentes y poco éticas, tales como la procrastinación, la evasión de responsabilidades o el incumplimiento de plazos. En este contexto, algunos funcionarios pueden decidir acaparar información crucial o conocimientos especializados, buscando afianzarse en una posición de dominio o influencia, lo cual entorpece la toma de decisiones y compromete la eficacia del equipo. Esto puede desembocar en malentendidos, redundancia de esfuerzos y conflictos interpersonales. De la misma manera, existirán miembros del equipo que podrían priorizar sus éxitos personales y el reconocimiento sobre los logros colectivos, manifestando su resistencia a cooperar, atribuyéndose individualmente los méritos de esfuerzos grupales, o mostrando una falta de apoyo hacia sus colegas.

Cuando la competencia entre colegas alcanza niveles de intensidad excesiva o deslealtad, pueden surgir sentimientos de envidia, actitudes de sabotaje o una falta de soporte mutuo, deteriorando así el ambiente laboral y la productividad global. Es crucial abordar estos desafíos de manera proactiva, promoviendo una cultura de colaboración, comunicación transparente y respeto mutuo.

¡Vamos, un respiro profundo! Es momento de prevenir que el "síndrome de la caldera vacía" tome las riendas de nuestro día.



miércoles, 21 de febrero de 2024

Talento y hambre

Me gusta correr. No, me encanta correr. Es realmente gratificante salir a las 5 AM y trotar por las calles vacías de una ciudad que lentamente se despierta a un nuevo día. Desde que corro también sigo a los deportistas de élite y este fin de semana, Deresa Geleta de Etiopía fue el ganador de la Maratón de Sevilla 2024, registrando un tiempo de 2:03:27, estableciendo una nueva marca dentro la prueba. Una verdadera máquina.

Sin embargo, el actual poseedor de la marca tuvo que superar diversas dificultades como el visado, el extenuante viaje y la escasa alimentación. En un post de Facebook se comenta que solo comió unas galletas con chocolate y bebió una gaseosa y que el día de la competencia se levantó a las 5:30 de la mañana a desayunar lo que tenía a mano. El artículo digital concluye con un mensaje:

“Tiene hambre, tiene ganas, ha entrenado, ha sufrido siempre; ayer, hoy y siempre. 

HA GANADO PORQUE TIENE HAMBRE DE VICTORIA. SIEMPRE LA TUVO Y ESO LE HA HECHO GRANDE. 

DERESA GELETA: 2:03:27”

En el universo del deporte, el hambre de gloria actúa como un motor imparable que empuja a los atletas más allá de sus límites físicos y mentales. Este deseo ardiente no solo los inspira a enfrentar y superar obstáculos aparentemente insuperables, sino que también se convierte en la esencia de sus carreras. Sin embargo, como toda moneda tiene dos caras, el camino hacia la gloria está lleno de paradojas y desafíos inesperados.

En primer lugar, el hambre de gloria lleva a los atletas a embarcarse en jornadas de entrenamiento extenuantes, sacrificios personales y una dedicación que va más allá de lo razonable. Los relatos de deportistas que superaron la adversidad son innumerables y sirven como testimonios del poder humano de resiliencia. Desde lesiones devastadoras hasta orígenes humildes, la historia del deporte está repleta de héroes que, impulsados por su sed de éxito, han logrado hazañas que desafían la lógica.

La historia de Michael Jordan, por ejemplo, se destaca como un testimonio del impacto del hambre de gloria. Después de ser rechazado de su equipo de baloncesto de la escuela secundaria, Jordan no se dio por vencido; en cambio, usó ese rechazo como combustible para mejorar. Su dedicación y deseo de ser el mejor lo llevaron a convertirse en uno de los mayores íconos del baloncesto mundial.

Sin embargo, el camino hacia la gloria no está exento de tentaciones y contratiempos. A medida que los atletas alcanzan niveles más altos de reconocimiento y éxito, se encuentran con nuevos tipos de incentivos que pueden desviarlos de sus metas originales. Los endosos de marcas, los contratos multimillonarios y la fama pueden convertirse en una distracción, alejando a los deportistas de la pasión y el hambre que inicialmente los impulsaron.

El fenómeno de "perder el hambre" es un tema recurrente en la carrera de muchos deportistas. A medida que sus necesidades básicas y lujos se satisfacen con creces, la motivación inicial puede comenzar a desvanecerse. En algunos casos, el confort y la seguridad económica llevan a una disminución en el rendimiento, ya que la urgencia de "salir adelante" ya no está presente.

La clave para mantener vivo el hambre de gloria, sin caer en la complacencia, radica en encontrar un equilibrio. Los atletas deben recordar constantemente por qué comenzaron su viaje y qué los apasiona del deporte. Establecer nuevos objetivos, buscar desafíos mayores y mantenerse rodeados de personas que los inspiren y desafíen son estrategias cruciales para mantener la llama del deseo ardiendo.

El hambre de gloria en el deporte es tanto una bendición como una maldición. Es el combustible que impulsa a los atletas a superar innumerables obstáculos, pero también es un fuego que necesita ser controlado y alimentado correctamente para evitar que se consuma o se extinga. En última instancia, los deportistas que logran mantener vivo ese fuego, ajustando sus incentivos y manteniendo sus metas claras, son los que dejan una marca indeleble en la historia del deporte.

Definitivamente, para alcanzar las metas, aparte del talento también se debe pasar y tener hambre, de gloria.