viernes, 4 de julio de 2025

Un Viaje a la Vecindad: Recordando a Chespirito

Ayer fue el tercer jueves que esperamos un nuevo episodio de la miniserie que se transmite por MAX: Fue sin querer queriendo. La biografía de Roberto Gómez Bolaños, conocido como Chespirito. La expectativa era palpable, no solo por la calidad de la producción, sino por el profundo arraigo emocional que la figura de Chespirito tiene en nuestra memoria colectiva.

Chespirito, para quienes no lo conocen, fue un prolífico escritor, actor, director y productor mexicano que dio vida a un universo de personajes entrañables e icónicos. Su genio creativo se manifestó en la concepción de figuras inolvidables como el Chavo, un niño huérfano que vivía en un barril y representaba la inocencia y la picardía de la niñez latinoamericana; el Chapulín Colorado, un superhéroe torpe pero de gran corazón que siempre llegaba para salvar el día con su "chipote chillón"; o el ciudadano Gómez, un personaje que exploraba la vida cotidiana con un humor sutil y reflexivo. A través de ellos, Chespirito no solo generó risas, sino que también abordó temas universales como la amistad, la justicia, la pobreza y la resiliencia, creando un legado que trascendió fronteras y generaciones.

Más allá de la controversia que generó en las redes sociales sobre la vida privada del creador de personajes icónicos como el Chavo y el Chapulín Colorado, la cual, si bien capturó la atención mediática y desató debates apasionados, no opaca la magnitud de su obra. Personalmente, me atrae ver, desde una óptica histórica, cómo se fueron sucediendo los eventos que moldearon su carrera y su legado. Es un ejercicio fascinante desentrañar las circunstancias que rodearon la creación de estos universos cómicos, entender el contexto social y cultural en el que surgieron y cómo lograron resonar tan profundamente con el público. Para quienes tuvimos una infancia "en blanco y negro" y veíamos por las noches El Chavo del 8, este programa no era solo entretenimiento; era un ritual, una cita ineludible que nos transportaba a un universo de inocencia y humor. Aquel televisor, a menudo el único en casa, se convertía en un portal mágico que nos conectaba con la vecindad, sus personajes y sus dilemas cotidianos. Cada episodio era una lección de vida disfrazada de comedia, un espejo de nuestras propias realidades y aspiraciones. Nos remonta a esos días, ahora lejanos, donde la televisión era la ventana principal a mundos fantásticos y personajes entrañables, forjando recuerdos imborrables y una nostalgia que perdura hasta hoy.

Recuerdo con vívida claridad la primera vez que El Chavo del 8 apareció en el canal de televisión nacional. Debió ser a finales de los setenta, quizás a principios de los ochenta, una época en la que la red televisiva boliviana aún emitía su programación en blanco y negro, lo que añadía un encanto particular a la experiencia. La rutina familiar era casi sagrada: después de la cena, nos reuníamos frente al televisor, anticipando el momento. Durante el día, se había anunciado con bombo y platillo el estreno, en horario estelar, de una nueva serie de comedia mexicana. A esa corta edad, las ocho de la noche se sentía como el umbral del sueño, y entre pestañeos cansados, fui testigo de la introducción de aquel programa tan publicitado. La pantalla cobró vida con las imágenes de un actor, ingeniosamente disfrazado de niño pobre, que habitaba una casa enorme con un patio central que servía de punto de encuentro para los departamentos de los vecinos. El concepto de "vecindad" era ajeno a mi mundo y a mi comprensión, pero mi atención fue capturada poderosamente por elementos como el barril, ese refugio enigmático y distintivo, y la pelota de gran tamaño con la que jugaban esos actores. A pesar de sus evidentes edades adultas, lograban encarnar con asombrosa maestría la esencia de niños un tanto crecidos para la edad que representaban. Su capacidad para evocar la niñez, con todas sus travesuras, sus dilemas cotidianos y su particular lógica, era verdaderamente asombrosa y cautivadora.

Inicialmente, el Chapulín Colorado no dejó una huella en mi memoria; de hecho, transcurrieron años antes de que le dedicara unos minutos a esa serie. En contraste, las aventuras del Chavo, con su humor cotidiano, sus entrañables malentendidos y sus sutiles lecciones de vida, me resultaban intrínsecamente más divertidas y cautivadoras. La simplicidad de sus tramas, la predecibilidad reconfortante de sus chistes y la profunda humanidad que emanaba de cada personaje forjaron un vínculo instantáneo y perdurable con la audiencia infantil. Tras aquel primer recuerdo vívido, mi conexión con la serie se desvaneció hasta la adolescencia, cuando, con menor asiduidad, comencé a ver programas de televisión ya emitidos a color, o como se anunciaba entonces: "in Color". Fue en esa etapa cuando pude apreciar la riqueza cromática de la ropa de Don Ramón o el vibrante rojo del traje del Chapulín, elementos que añadieron una nueva capa de inmersión a un universo que ya sentía profundamente mío.

La miniserie de MAX, que actualmente transita su quinto episodio y se acerca a su desenlace con solo tres capítulos restantes, revela una multitud de hechos sumamente relevantes que iluminan el intrincado proceso creativo detrás de estos fenómenos televisivos. Detalla con precisión cómo, a partir de 1972, se gestaron y grabaron aquellos episodios que, años más tarde, serían transmitidos en esta región del mundo, cautivando a millones de hogares y dejando una huella indeleble en varias generaciones. La meticulosa construcción de los sets de grabación, con una simplicidad ingeniosa que lograba recrear de manera convincente la icónica vecindad o el peculiar laboratorio del Chapulín, junto con los detallados disfraces empleados para las aventuras de los personajes y los efectos especiales, aunque primitivos, sorprendentemente efectivos, no hacen sino realzar la genialidad innata de su creador. Más allá de la puesta en escena, lo que verdaderamente asombra es su excepcional habilidad para concebir guiones. Estos, imbuidos de diálogos ingeniosos y situaciones hilarantes, estaban diseñados para provocar risas genuinas en sus espectadores. Era un humor puro, universal y apto para toda la familia, cuya esencia trascendió sin esfuerzo las barreras culturales y generacionales.

Esta miniserie se basa en el libro autobiográfico que comencé a leer, una obra que se ha revelado como un complemento perfecto para las entregas semanales. La lectura del libro amplía significativamente los detalles, las anécdotas y los desafíos que Roberto Gómez Bolaños tuvo que enfrentar para consolidar su visión de entretenimiento familiar en un panorama televisivo en constante evolución y con crecientes exigencias. Es fascinante descubrir las luchas iniciales, las innovaciones creativas y la inquebrantable perseverancia que caracterizaron la trayectoria de un hombre que, con su pluma y su singular visión, logró construir un legado cultural que perdura en el corazón de millones de personas alrededor del mundo. Su obra no solo nos proporcionó incontables momentos de alegría y risa, sino que también nos legó valiosas enseñanzas sobre la amistad incondicional, la resiliencia ante la adversidad y la inmensurable importancia de la imaginación para transformar la realidad.





DE PRIMERA GENERACIÓN

A finales de enero, en una de mis habituales incursiones por el Marketplace de Facebook, ese vasto mercado digital donde a menudo se encuentran verdaderas joyas tecnológicas olvidadas, me topé con una oferta que capturó mi atención de inmediato: un iPod Touch de primera generación. La imagen, aunque no de la mejor calidad, mostraba un dispositivo que, a primera vista, parecía estar en un estado sorprendentemente bueno para su edad. Impulsado por la curiosidad y mi creciente pasión por coleccionar estos artefactos retro, no dudé en ponerme en contacto con el vendedor. Nuestra conversación inicial giró en torno a su estado general y, por supuesto, al precio. Tras un breve intercambio, el precio me pareció más que razonable, especialmente si se consideraba que se trataba de un dispositivo que, en su momento, fue una pieza de tecnología de vanguardia y que aún conservaba sus 16 GB de almacenamiento. Esta capacidad, aunque modesta para los estándares actuales, era considerablemente generosa en los inicios del milenio, permitiendo almacenar miles de canciones y un buen número de videos. Además, el hecho de que este iPod tuviera más de 15 años de antigüedad y aún funcionara era un testimonio de su calidad de construcción y un atractivo adicional para un coleccionista como yo, que valora la durabilidad y la historia detrás de cada gadget. Este modelo, lanzado por Apple el 5 de septiembre de 2007 en el evento "The Beat Goes On" de Steve Jobs, fue pionero al integrar la revolucionaria interfaz Multi-Touch, junto con conectividad Wi-Fi y el navegador Safari, transformando la experiencia de un reproductor de música en un verdadero dispositivo móvil con acceso a internet. La promesa de llevar la web en el bolsillo, aunque fuera sin la función de teléfono, era un atractivo innegable para la época. Tomando en cuenta el tiempo transcurrido desde su debut, el equipo se veía en condiciones aceptables, lo cual ya era un buen indicio de su durabilidad.

La colección de este tipo de dispositivos se está convirtiendo en mi pasatiempo; de vez en cuando dedico algunos minutos a revisar las reliquias que se publican en el mercado digital. Es una verdadera cacería de tesoros, donde la paciencia es clave. En algunos casos, los artefactos están muy deteriorados, con pantallas rayadas, carcasas abolladas o baterías completamente muertas, lo que los convierte en proyectos de restauración desafiantes. Pero en otros, se pueden encontrar joyas tecnológicas en un estado de conservación impresionante, casi como si el tiempo no hubiera pasado por ellas; ¡hasta logré adquirir un Walkman totalmente nuevo en su empaque original, un hallazgo que me llenó de una satisfacción inmensa! Esta búsqueda constante de piezas históricas me conecta con la evolución de la tecnología y me permite apreciar el ingenio de épocas pasadas.

Una vez que logré conectar el iPod a la computadora, fue inmediatamente reconocido por iTunes, la plataforma esencial para la gestión de contenido de Apple en aquel entonces, y dentro de sus opciones iniciales estaba la configuración. Tengo la rutina inquebrantable de reiniciar estos equipos en el modo de fabricación, es decir, borrar absolutamente todo el contenido y la configuración previa para que arranquen con su configuración nativa, como si salieran de fábrica. Esta práctica es fundamental por razones de seguridad primordiales. Al adquirir un dispositivo de segunda mano, es imposible estar completamente seguro del historial de uso del propietario anterior, incluyendo si contenía datos personales sensibles, archivos corruptos o incluso software malintencionado. Por ello, la restauración a los ajustes de fábrica no solo elimina cualquier rastro de información previa, sino que también purga posibles programas informáticos maliciosos o virus que pudieran haber estado presentes en ese momento y comprometer mi sistema o mi privacidad. Trato de no acceder a ellos a través de la computadora antes de este proceso de borrado completo, precisamente para evitar cualquier interacción temprana que pudiera activar o transferir amenazas latentes. Es un paso preventivo crucial para asegurar un entorno limpio y seguro desde el primer uso.

Al concluir el reinicio y después de ver un par de veces el familiar ícono de la manzana iluminándose en la pantalla del veterano iPod, un símbolo de su renacimiento y de la promesa de la experiencia Apple, procedí con la carga de una lista de canciones que tenía cuidadosamente organizada en la biblioteca de iTunes. Esta playlist, una selección personal de clásicos y descubrimientos que me acompañan desde hace años, representaba el corazón de la experiencia musical que buscaba revivir. Este proceso de sincronización, aunque familiar para cualquiera que usara iTunes en esa época, tomó algo más de tiempo de lo esperado, dada la cantidad de archivos que intentaba transferir y, sobre todo, la antigüedad de la conexión USB 2.0 del equipo, que no se compara con las velocidades actuales. Cada megabyte transferido se sentía como un pequeño logro. Al terminar el copiado, lo desconecté de la computadora con una mezcla de anticipación y nostalgia, y me dispuse a escuchar la música digital a través de los audífonos Bose que tengo específicamente para estos diminutos dispositivos, buscando la mejor calidad de sonido posible. Mi objetivo era buscar la mejor calidad de sonido posible, y la combinación del DAC del iPod con la fidelidad de los Bose prometía una experiencia inmersiva. La experiencia fue gratificante: se escuchaba realmente bien, con una claridad y profundidad que me sorprendieron gratamente. El viejo iPod no tenía ningún problema aparente en su reproducción de audio, ni distorsiones ni ruidos extraños, lo cual era un alivio. Quizás solo una ligera disminución en la duración de la batería, que, para un dispositivo de su edad y el uso que se le daría, no era nada preocupante y se consideraba dentro de lo normal, especialmente comparado con la degradación que sufren muchas baterías de litio con el paso de los años.

Con la evaluación positiva de su funcionamiento inicial, una sensación de logro me invadió, lo que me impulsó a reconectar el equipo a la computadora. Procedí, una vez más, a reiniciarlo, esta vez con la firme intención de dejarlo completamente limpio y listo para mi uso personal a largo plazo. Sin embargo, los minutos comenzaron a estirarse de manera preocupante. Habían transcurrido casi 30 minutos, un tiempo considerable para un proceso que ya había realizado, y la barra de progreso en iTunes apenas se movía, si es que lo hacía. Una sensación de incomodidad, un presentimiento de que algo no iba bien, comenzó a crecer en mi interior. A pesar de ello, decidí darle algo más de tiempo, aferrándome a la esperanza de que solo fuera una demora inusual, quizás por la antigüedad del software o del hardware, o una carga inesperada en el sistema. Pero la espera se hizo insostenible. Al cabo de casi 90 minutos, la pantalla del iPod permanecía estática, y la tarea de restauración no avanzaba en absoluto; la barra de progreso seguía inmóvil, sin transferir un solo byte más. Fue entonces cuando la preocupación se transformó en una certeza ineludible: algo no estaba funcionando bien, el proceso se había estancado de forma irrecuperable. La frustración me invadió por completo. Así que, con un nudo en el estómago, lo desconecté abruptamente de la computadora, un acto desesperado, con la esperanza de que un simple reinicio manual, una especie de 'borrón y cuenta nueva' forzado, me permitiera volver a iniciar el proceso desde cero y corregir el error. Lamentablemente, esa esperanza se desvaneció al instante. El equipo ya no respondía a ninguna de mis interacciones, ni a los toques en la pantalla ni a la pulsación de los botones físicos: aparecía brevemente el familiar ícono de la manzana, prometiendo un inicio, pero después de apenas unos segundos, se volvía a apagar de golpe, sin llegar a cargar el sistema operativo. Entró en un bucle interminable de encendido y apagado, un parpadeo desolador que indicaba un problema mucho más serio y profundo en su sistema operativo o hardware, un fallo crítico que parecía irreversible y dejaba al dispositivo completamente inoperable.

Me puse en contacto con el vendedor que, como era de esperar, no respondió a mis mensajes. Esta falta de respuesta, que para muchos podría haber sido un simple inconveniente, para mí confirmó mis peores sospechas y la decepción se asentó. En ese momento, di el iPod por perdido, resignado a que se había convertido en un pisapapeles tecnológico inútil, un recordatorio tangible de un intento fallido de restauración. Lo coloqué en una estación de recarga, más por inercia que por una expectativa real, con la vaga esperanza de que, en algún futuro incierto, encontraría el tiempo y la solución adecuada para dedicarle a su reparación. Así pasaron varias semanas y, luego, meses, transformándose en un período de inactividad prolongada. El iPod permaneció inerte, acumulando polvo, sin que el equipo volviera a funcionar ni mostrara el menor signo de vida, convirtiéndose en un recordatorio constante y silencioso de un proyecto fallido y una inversión, aunque pequeña, perdida. La imagen de ese dispositivo inanimado en mi escritorio se convirtió en una espina clavada, esperando su momento para ser abordada nuevamente.

Ayer, de forma inesperada, me acordé de que tenía una tarea pendiente: la reparación de este dispositivo móvil. La imagen del iPod inerte en mi estación de carga resurgió en mi mente, impulsándome a retomar el desafío. Decidí investigar un poco más a fondo, esta vez con una determinación renovada, sumergiéndome en los rincones más especializados de la web. En foros de tecnología retro, comunidades de coleccionistas de Apple y blogs de entusiastas de hardware vintage, encontré publicaciones que, con una sorprendente recurrencia, indicaban que ese problema particular se resolvía con una versión muy específica y antigua de iTunes. Más aún, el consenso general era que esta versión debía estar conectada a una máquina con Windows XP, un sistema operativo que para la mayoría ya es una reliquia histórica. Para muchos, esto implicaba recurrir a los programas de virtualización, creando un entorno de software obsoleto dentro de un sistema operativo moderno, una solución ingeniosa pero a menudo compleja de configurar. Era como retroceder en el tiempo, una verdadera cápsula temporal, para acceder a entornos informáticos de inicios de los 2000, un viaje nostálgico y técnico a la vez, donde la simplicidad de la interfaz se mezclaba con la complejidad de la compatibilidad. Afortunadamente, dentro de mis propios artículos de colección, tengo dos computadoras portátiles que datan precisamente de esa época, auténticas piezas de museo funcional que conservo con cariño. Esto me ahorraba el paso de la virtualización, permitiéndome trabajar con hardware nativo, lo cual siempre es preferible para evitar posibles conflictos o problemas de rendimiento. Tomé una de ellas, la que cumplía con todos los requerimientos técnicos necesarios para ejecutar Windows XP y la versión de iTunes en cuestión, y procedí con la instalación de iTunes en su versión 9.2.1, una reliquia de software que, en ese contexto, se convertía en la clave para resucitar una reliquia de hardware. La instalación fue un viaje al pasado, con interfaces y sonidos que evocaban una era tecnológica ya superada.

En algunos minutos, logré recrear el ambiente de Windows XP con todos los programas e imágenes necesarios para proceder con la reparación. La pantalla de inicio, con sus tonos verdes y el familiar sonido de bienvenida, me transportó de inmediato a una década pasada, a una época donde los dispositivos móviles eran mucho más sencillos y las soluciones a menudo requerían un toque de ingenio y persistencia. La interfaz anticuada, con sus menús desplegables y sus iconos de baja resolución, contrastaba drásticamente con los sistemas operativos modernos, pero para esta tarea, era precisamente lo que se necesitaba. En la búsqueda de información adicional, mientras navegaba por foros y blogs de nicho, me topé con un consejo que resultó ser absolutamente clave, un detalle crucial que marcó la diferencia entre el fracaso y el éxito. La guía improvisada que había estado siguiendo no lo mencionaba explícitamente, y fue solo gracias a la experiencia compartida por otros entusiastas que descubrí la importancia de un paso aparentemente menor: conectar el cable de 30 pines al equipo antes de proceder con los pasos descritos en la guía de restauración de iTunes. Este pequeño matiz, que probablemente evitaba un conflicto de inicialización o una secuencia de reconocimiento incorrecta, era el eslabón perdido que había estado buscando. Después de dos intentos fallidos previos, en los que el iPod simplemente no respondía o continuaba en su bucle de reinicio, apliqué esta nueva estrategia con una mezcla de cautela y optimismo. Finalmente, con el cable ya conectado, logré ver cómo el equipo mostraba en su negra pantalla un ícono diferente, no la familiar manzana parpadeante que había presenciado tantas veces en vano, sino un símbolo de cable USB apuntando hacia un icono de iTunes, una clara referencia visual a que el proceso de restauración estaba en curso y que el dispositivo estaba en modo de recuperación, listo para recibir las instrucciones de la computadora. Fue un momento fantástico, lleno de alivio y euforia, una oleada de esperanza que disipó meses de frustración y dudas. Ver esa señal, después de tanta inactividad y fallos, fue la confirmación inequívoca de que estaba en el camino correcto y que la resurrección del iPod era inminente. Y así fue: a su finalización, el iPod volvía a funcionar, con una conexión exitosa y estable a la antigua computadora con Windows XP, y lo más importante, con el programa de sincronización procediendo sin mayores dificultades, como si nunca hubiera tenido un problema. Era como si el tiempo se hubiera rebobinado y el dispositivo hubiera recuperado su vitalidad original, listo para almacenar y reproducir miles de canciones una vez más, un testimonio de la perseverancia y el poder del conocimiento compartido.

Me gustan profundamente este tipo de retos, la restauración física y lógica de los dispositivos electrónicos. Hay una satisfacción inmensa en desentrañar los problemas de hardware y software, en la búsqueda de soluciones creativas y a menudo poco convencionales para devolverles la vida a estos aparatos que, para muchos, son simplemente obsoletos o desechables. Es una batalla contra la obsolescencia programada y el paso del tiempo. Algunas veces logro resultados satisfactorios, como el del iPod Touch de primera generación, donde la perseverancia, la investigación y un poco de suerte dan sus frutos, y el dispositivo resucita, listo para una segunda vida, quizás incluso para un nuevo propósito. Pero en otras ocasiones, la realidad es más dura y se presenta como una pared infranqueable: no existe en el mercado el repuesto necesario, o la complejidad del daño supera con creces las posibilidades de reparación, lo que me causa una profunda frustración. Es un golpe al espíritu de coleccionista y restaurador, una barrera insalvable que a veces me hace cuestionar el pasatiempo. Sin embargo, incluso en esos momentos de derrota, entiendo que es parte de un pasatiempo al que, a pesar de los altibajos, las horas invertidas y las frustraciones ocasionales, comienzo a tomarle un cariño especial, una verdadera pasión por preservar un pedazo de la historia tecnológica y por el desafío intelectual y manual que cada hallazgo y cada intento de reparación representa.



jueves, 8 de mayo de 2025

Scar Tissue

Durante siete días, que se transformaron en un viaje sin retorno, quedé completamente cautivado por las páginas de Scar Tissue, la autobiografía cruda y reveladora de Anthony Kiedis, el carismático vocalista de los Red Hot Chili Peppers. Este tipo de literatura musical - esas memorias que destilan sudor de escenario y lágrimas de backstage - constituye mi verdadera debilidad literaria. Antes de este encuentro, ya había recorrido los pasillos de la memoria con Surrender: 40 Songs, One Story de Bono, bailado con las palabras de Rocket Man de Elton John, y me había estremecido con las biografías de Kurt Cobain y Gustavo Cerati, este último sobre quien ya había escrito con anterioridad. Pero nada me preparó para el impacto emocional de Scar Tissue.


Las noches se convirtieron en testigos mudos de mi fascinación. Recostado en mi sofá favorito, con mi fiel iPhone 7 - que parecía haberse convertido en una extensión de mi mano - reproducía en loop los éxitos de los Red Hot Chili Peppers que servían de banda sonora a mi lectura: desde el hipnótico riff de "Californication" hasta la melancolía urbana de "Under the Bridge", pasando por la energía contagiosa de "By the Way" y la profundidad lírica de "Scar Tissue", la canción que da nombre al libro y que adquirió nuevas dimensiones con cada capítulo leído.


Había preparado meticulosamente esta experiencia. Antes de comenzar la lectura, adquirí en iTunes todos los álbumes relevantes de la banda para mi iPod Classic, ese fiel compañero de viajes musicales. Durante mis jornadas laborales, los auriculares se convirtieron en mi portal personal a los años 90, mientras las palabras de Kiedis resonaban en mi memoria y la música de los Chili Peppers me acompañaba en cada tarea.


Publicado en 2004, Scar Tissue es mucho más que una simple autobiografía rockera. Es un descenso a los infiernos personales que rivaliza en intensidad con la obra de Dante Alighieri. Kiedis nos lleva de la mano - a veces con ternura, otras con brutal honestidad - por los callejones más oscuros de Los Ángeles, donde las drogas, el sexo y el rock and roll dejaban de ser clichés para convertirse en demonios reales. Cada página es un viaje emocional: desde su problemática infancia con un padre traficante de drogas hasta los excesos de la fama, pasando por sus múltiples intentos de rehabilitación.


Lo que hace verdaderamente magistral esta obra es cómo Kiedis, al igual que Dante, logra emerger de su infierno personal para ofrecernos no solo una historia cautivadora, sino un mensaje universal de redención. La forma en que entrelaza sus vivencias con el proceso creativo de canciones que marcaron una generación añade capas de profundidad a ambas experiencias - la literaria y la musical.


Para quienes crecimos con el funk rock revolucionario de los Red Hot Chili Peppers, con su mezcla única de punk, funk y rock alternativo que dominó las pantallas de MTV en los 90, este libro es una pieza esencial. Pero su valor trasciende el ámbito musical: es un estudio psicológico sobre la adicción, un retrato sociológico de una era y, sobre todo, un testimonio de que incluso las caídas más profundas pueden terminar en redención.


Las últimas páginas las leí al amanecer, con "Road Trippin'" sonando suavemente en mis auriculares. Cuando apagué la Kindle, no solo sentía que conocía mejor a Kiedis y su banda, sino que había experimentado algo raro en las autobiografías: la sensación de haber crecido junto al autor, de haber compartido sus errores y aciertos. Ese es el verdadero poder de Scar Tissue: no se limita a contar una historia, sino que te hace vivirla, con toda su crudeza y, finalmente, con su esperanza libertadora.



viernes, 8 de noviembre de 2024

El ladrón de perros

Pocos días antes del inicio de la espeluznante pandemia de la COVID-19, fuimos a la icónica Cinemateca Boliviana para ver una película nacional que prometía mucho. Realmente no recuerdo el título de ese filme ni los nombres de sus actores; pasó desapercibida, como tantas otras películas nacionales. Varios años después, el pasado miércoles, volvimos a una de las más grandes salas de la Cinemateca para ver una nueva película boliviana titulada: El Ladrón de Perros, protagonizada por Franklin Aro.

A principios de los 2000, los cines en Bolivia experimentaron un gran impulso gracias a la llegada de inversores extranjeros, lo que provocó una transformación significativa en la industria del entretenimiento. En La Paz, el tradicional cine Monje Campero tuvo que modernizarse para mantenerse vigente, mientras que otros, como el 6 de Agosto o el 16 de Julio, no lograron adaptarse al cambio y fueron relegados, convirtiéndose en teatros para espectáculos populares, totalmente incapaces de competir con las nuevas tecnologías que brindaban las salas de proyección en 3D, el sonido Dolby Digital y la diversidad de opciones cinematográficas en un solo lugar, ofreciendo una experiencia moderna y completa para el espectador.

Sin embargo, la Cinemateca Boliviana se destacó durante los primeros años del nuevo milenio por su esfuerzo inquebrantable en mantener vivo el cine nacional. En un gesto memorable, lograron habilitar tres modernas salas de proyección en su infraestructura renovada, inaugurada en 2005. Este edificio, ubicado cerca de la avenida Arce, en la zona de Sopocachi, marcó un nuevo capítulo para la Cinemateca, al mudarse desde su histórico emplazamiento en la calle Pichincha, cerca del colegio San Calixto. De esta manera, se aseguró que el cine boliviano tuviera un espacio digno donde prosperar y resistir los cambios del mercado.

Lamentablemente, la Cinemateca también fue perdiendo relevancia con el tiempo, quizá debido al impacto de la pandemia y la arrolladora oferta de los servicios de streaming. Pero no encontrarás en Prime, HBO o Netflix, por ahora, a la película boliviana El Ladrón de Perros, que merece ser vista en el cine. Es simplemente hermosa: sus escenas, la fotografía de la ciudad, los actores… todo.

Esa noche tuvimos la fortuna de conocer al actor principal, Franklin Aro, quien, al finalizar la proyección, se hizo presente en la sala, en medio de un mar de aplausos. Acompañado del encargado de la fotografía fija, comenzó a contarnos cómo se rodó esta obra de arte, que tomó más de ocho años en realizarse. Sin duda, cada día invertido, desde la gestación de la idea principal hasta la edición final, valieron la pena.

Fue emocionante escuchar su relato y cómo se le quebraba la voz al recordar todo lo que tuvo que vivir en las calles de La Paz, junto a su pequeño hermano. La increíble historia de un simple muchacho, que soñaba con ser actor y alcanzó su sueño, ya que, antes de formar parte de este magnífico proyecto cinematográfico, se ganaba la vida lustrando calzados y tratando de sobrevivir en la metrópoli paceña. Como se menciona en algún momento de la película: "Los sueños se hacen realidad, ¿no?" Y sí, se hacen realidad. 

Franklin aún tiene muchos sueños por cumplir, y su determinación es un reflejo de la profundidad de su alma. Es una persona humilde y sencilla, fruto de lo que muy pocos logran alcanzar: no la fama, sino la verdadera conciencia de uno mismo. Franklin entiende que no hay límites para lo que uno sueña y se propone, pero también sabe que los sueños requieren sacrificio, coraje y estar preparados para enfrentar los retos del camino. Así lo demostró el día en que, mientras trabajaba bajo el ardiente sol de La Paz, vio un afiche pegado a un poste que anunciaba la búsqueda de actores naturales. En ese momento, su corazón latió con fuerza y sintió que ese llamado era para él. Aunque la incertidumbre y el miedo intentaron detenerlo, Franklin reunió todo su valor y decidió tomar esa oportunidad. No fue fácil, pero nada en la vida ocurre por casualidad; todo es el resultado de las decisiones valientes que tomamos.

Al finalizar esa emotiva presentación, la nueva estrella cinematográfica se encontraba parada frente a la marquesina que llevaba su nombre, iluminada por luces cálidas que destacaban su logro. Franklin estaba visiblemente emocionado, pero mantenía una calma y humildad que solo aquellos que han recorrido un camino tan difícil y auténtico pueden tener. Con completa sencillez, aceptaba los abrazos, besos y felicitaciones de todos los que tuvimos el grato placer de conocer una parte de esa fantástica experiencia. Cada abrazo era una muestra de afecto sincero, cada palabra de aliento resonaba profundamente en su corazón, y su sonrisa reflejaba no solo alegría, sino también un agradecimiento genuino. Me acerqué para darle la mano, sintiendo una mezcla de admiración y respeto. Cuando lo miré a los ojos, le dije que era una verdadera inspiración, y él, con una voz llena de modestia, me respondió: "Muchas gracias, caballero". Fue un momento breve, pero lleno de significado, que dejó una huella imborrable en mí.

Sigue adelante, Franklin. Todos los que tuvimos el placer de conocerte deseamos verte en otras películas y que sigas siendo una inspiración: para tu hermano, que está a punto de terminar el colegio y seguramente ve en ti el ejemplo de que los sueños se pueden alcanzar; para tus amigos lustrabotas, que, entre el brillo de cada zapato, encuentren la esperanza de una vida mejor, inspirados por tu historia; para esta sociedad paceña y boliviana, que lucha cada día por un país más justo y desarrollado, donde cada uno pueda alcanzar su máximo potencial; y para todos aquellos que, a veces, pierden la fe en sus propios sueños, pero que al ver lo que has logrado, pueden volver a creer.

Franklin, tu historia nos recuerda que el verdadero sueño no es solo material, sino crecer, aprender y nunca dejar de soñar. Que seas una inspiración para esta hermosa Sudamérica, que tiene tanto por ofrecer, para que cada uno de nosotros se atreva a ver en nuestras propias calles, en nuestros propios desafíos, las oportunidades para ser mejores y para crecer. Como dice Thomas Merton: “El orgullo nos hace artificiales y la humildad nos hace reales”.

Aprendamos del señor Franklin Aro a ser más reales.



jueves, 17 de octubre de 2024

U2 Edición Especial

Recuerdo aquel viernes por la tarde, como si fuera ayer, cuando aún era un joven egresado universitario, con sueños y muchos planes a futuro. La jornada había sido larga y el peso de las clases, los proyectos y las noches de desvelo empezaban a pasarme factura, sin embargo, había algo que siempre me motivaba: la idea de mejorar mi equipo de computación, mi pequeño tesoro en esos días. Era una Compaq, una reliquia de escritorio que usaba para programar y en la que, entre ensayo y error, aprendía los secretos y las complejidades del código, desentrañando cada detalle con la satisfacción de alguien que va alcanzando sus objetivos.

Esa tarde me dirigí a la calle Eloy Salmón, una zona comercial emblemática aquí en la ciudad de La Paz, conocida por la gran variedad de electrodomésticos y equipos electrónicos que se encuentran en sus galerías. Por aquellos tiempos, la calle estaba repleta de tiendas que ofrecían desde piezas electrónicas de segunda mano hasta las últimas novedades tecnológicas. Era como un paraíso para aquellos de nosotros que, con un presupuesto ajustado y un sueño de tener la tecnología más avanzada, vagábamos por esos pasillos buscando cualquier componente que hiciera algún milagro en nuestras máquinas.

Mi objetivo era simple: encontrar una memoria RAM que me permitiera darle un poco más de vida a la Compaq, hacerla un poco más rápida, más eficiente para las largas horas de programación. Al entrar a una de las galerías, el bullicio característico de la calle Eloy Salmón me envolvió. Los vendedores ofrecían a viva voz todo tipo de partes y componentes. Mientras caminaba por el estrecho pasillo, mis ojos se detuvieron en un escaparate que destacaba entre el resto. En uno de los locales, rodeado de cajas con tarjetas de video y discos duros, había una vitrina de cristal iluminada cuidadosamente, donde se podía visualizar el logo de la manzana mordida, y allí, en su lugar de honor, se encontraban los últimos iPod de Apple. Era como si aquella esquina del local brillara más que el resto, atrayendo con un halo de modernidad que contrastaba con el desorden tecnológico del lugar.

El iPod, en esos años, era la definición de innovación. Un pequeño dispositivo que podía llevar toda tu música favorita, una promesa de libertad para un melómano como yo. Pero lo que realmente me dejó sin aliento fue lo que vi en la parte más alta de aquella vitrina: la versión limitada del iPod U2. Era diferente a todos los demás, negro con ese círculo de control rojo que resaltaba de manera imponente. Y lo mejor de todo, en la parte posterior, estaban grabadas las firmas de los cuatro integrantes de la banda irlandesa que tanto admiraba. En ese instante, el tiempo parecía haberse detenido.

No pude evitar acercarme más. Con algo de timidez, le pedí al vendedor que me dejara verlo de cerca. Me miró con esa expresión que los vendedores suelen tener cuando saben que probablemente no comprarás el artículo más caro de su mostrador, pero accedió. Sacó el iPod de la vitrina con cuidado, casi con reverencia, y me lo mostró desde el otro lado del mostrador. Lo tenía en sus manos, pero no dejaba que yo lo tocara. Era como si ambos supiéramos que era algo inalcanzable para mí en ese momento, y aún así, el simple hecho de verlo tan de cerca, de escuchar al vendedor describiendo cada una de sus bondades, era suficiente para alimentar mi ilusión.

Cuando finalmente decidí preguntar por el precio, la respuesta fue exactamente lo que imaginaba, y más. Una cifra que superaban todos mis ahorros, incluso mis sueños más optimistas de poder adquirirlo en un futuro cercano. Sin embargo, me quedé unos minutos más, observando, como un hambriento tras el vidrio de un restaurante Había algo poético en aquel objeto, algo que iba más allá de su función. Era la música, la tecnología, y también un poco de mi adolescencia condensada en aquel aparato. La mezcla del negro elegante con la rueda de control de un rojo intenso y vibrante, las firmas de Bono, The Edge, Adam y Larry. Era, en esencia, un sueño. Un sueño que me prometía llevar la música de U2 y de todas mis bandas favoritas siempre conmigo, en el bolsillo.

Pasaron casi 20 años desde ese encuentro, fue amor a primera vista, y la vida me llevó por caminos que nunca imaginé. Mucho ha cambiado desde entonces: la tecnología avanzó a un ritmo vertiginoso, los dispositivos se convirtieron cada vez más pequeños y más poderosos. Pero el deseo de poseer aquel iPod U2 se había quedado conmigo, latente, como una espina dulce que nunca quise quitarme del todo. Y hoy, después de tantos años, finalmente lo tengo en mis manos. No es nuevo, no tiene ese brillo inmaculado de aquel aparato que vi en la vitrina, pero está en óptimas condiciones. Tiene todos sus accesorios, incluso la caja original, y al sostenerlo, siento que sostengo una parte de mi historia.

Antes de volver al trabajo, decidí darme un momento para disfrutarlo. Busqué mis audífonos Bose, esos clásicos con cable, sin micrófono incorporado, simplemente dos pequeños auriculares blancos, quería que la experiencia fuera tan auténtica como en aquellos días. Conecté los audífonos, encendí el no tan pequeño dispositivo y busqué una canción que siempre tiene un significado especial para mí: "Every Breaking Wave" de U2.

Al escuchar los primeros acordes de esa icónica canción, una oleada de emoción me invadió el alma. La música llenó mi espacio, y por un momento, el paso del tiempo no importó. Éramos solo yo, los acordes de melodía, y aquel viejo iPod, finalmente juntos. En ese instante, todo era simplemente magnífico, fue como retroceder en el tiempo a ese viernes por la tarde en la calle Eloy Salmón, pero con la satisfacción de saber que los sueños, por más pequeños o grandes que sean, encuentran su camino para hacerse realidad. Como lo dijo Stephen Covey “Todas las cosas se crean dos veces. Siempre hay primero una creación mental, y luego una creación física” la creación mental estuvo en mí durante 20 años.



sábado, 5 de octubre de 2024

Volví con el iPod

Desde hace unas semanas, tengo en el escritorio a mi viejo iPod Nano de 3ra generación, conectado al también veterano JBL "On Stage III" iPod Sound Dock. Mientras trabajo, escucho las casi 850 canciones que llenan los 4 GB de capacidad de este pequeño dispositivo musical. Cada vez que presiono el botón de reproducción, siento una oleada de nostalgia y emoción, siento como si cada nota y cada melodía me transportaran a otro tiempo, cuando la música era algo tangible, un tesoro almacenado en pequeños dispositivos electrónicos. El sonido cálido que emana del JBL llena la habitación y me hace recordar lo que significa realmente disfrutar la música, sin algoritmos, sin interrupciones, solo yo y mis canciones favoritas.

En medio de la batalla, entre los servicios de streaming de audio, por posicionarse como el mejor, las ofertas van y vienen. Algunos suman inteligencia artificial a sus algoritmos para ofrecer recomendaciones personalizadas, otros se enfocan en ofrecer una calidad de audio extremadamente alta, con formatos sin pérdida o incluso sonido espacial, mientras que otros buscan atraer usuarios con la librería más extensa posible o con contenido exclusivo de artistas populares. Todo vale en el intento por capturar y mantener el oído del cliente, incluyendo planes de suscripción con beneficios adicionales, colaboraciones con dispositivos inteligentes y eventos en vivo para crear experiencias más inmersivas.

Mi primer contacto con los servicios de streaming fue a través Spotify, hace ya varios años. Me pareció increíble su sistema de recomendaciones; sentía que adivinaba mis gustos musicales al punto de que parecía hecho a medida. Al terminar una canción, comenzaba otra que también me encantaba, creando una experiencia auditiva continua y placentera. Pasé horas con los pequeños Bose QuietComfort Earbuds ajustados a mis canales auditivos, disfrutando álbumes completos de mis artistas favoritos mientras recorría el continente sentado en la butaca de un avión. La calidad de sonido de los auriculares, junto con las recomendaciones precisas de Spotify, hacían de cada viaje una experiencia inmersiva, casi cinematográfica, en la que la música se convertía en la banda sonora perfecta para cada paisaje y cada momento vivido.

Por un tiempo, compartí una suscripción a Apple Music, y ahí comenzó mi búsqueda por el mejor servicio de música digital. Apple ofrecía una calidad de audio distinta, casi etérea, que hacía que cada canción se sintiera como un viaje íntimo y envolvente. Quizás un poco más lenta en el arranque de las canciones, pero esos microsegundos de espera valían la pena, era como si el sistema se tomara el tiempo necesario para asegurarse de que todo estuviera perfecto. Podía distinguir las sutilezas en los efectos musicales, cada pequeño eco, cada vibración que parecía estar dirigida directamente a mi alma. Así, me obsesioné con escuchar versiones en altísima fidelidad, y dejé de lado cualquier otra opción que no cumpliera con ese nivel de detalle. Sin embargo, la suscripción, al ser una invitación, terminó en pocas semanas, y volví a Spotify, pero ya no era lo mismo. La magia se había desvanecido, las canciones no lograban conectar de la misma manera, fue como si algo esencial se hubiera perdido en el tiempo.

Lo que más me ataba a Spotify eran las playlists que había creado, cuidadosamente curadas a lo largo de los años. Cada lista representaba un estado de ánimo, un viaje, una etapa de mi vida, y desprenderme de ellas no era una opción sencilla. En ese tiempo no encontraba una manera más fácil de transferirlas a otra plataforma, así que me resigné a lo que tenía, atrapado en la familiaridad de esas listas que habían sido testigos de tantos momentos personales. A veces buscaba nuevas listas para variar, explorando las recomendaciones del algoritmo y buscando algo que me devolviera la emoción inicial, pero la monotonía me alcanzó y el encanto se desvaneció. Fue entonces cuando decidí hacer una pausa para dar paso a la música en la radio, buscando recuperar esa sensación de sorpresa y descubrimiento que parecía haberse perdido.

Recuerdo cuando los primeros celulares incluían un sistema de radio. Eran fantásticos, ya que solo tenías que conectar los auriculares, que funcionaban como antena, y podías sintonizar estaciones locales con facilidad. La emoción de poder escuchar música, programas de entretenimiento y noticias sin necesidad de conexión a internet era algo mágico en esos tiempos. Siempre me gustó la radio, y para mí, esa opción en el celular resultaba indispensable; era como tener una ventana abierta a la ciudad, donde podías escuchar desde los últimos éxitos musicales hasta las voces familiares de los locutores que acompañaban el día a día. Sin embargo, con el paso de los años, los modelos de teléfonos más avanzados decidieron eliminar la aplicación y sus componentes electrónicos necesarios para esa función, sacrificando mi conexión directa con la radio a favor de nuevas tecnologías. Fue un cambio que, aunque lógico para muchos, me dejó con una sensación de pérdida, como si se hubiera apagado un pequeño pero significativo puente entre lo analógico y lo digital.

Con la evolución de los servicios en línea, la radio también se adaptó a plataformas como TuneIn, Radio Garden y otras, que en sus versiones gratuitas te permiten acceder a estaciones de radio de todo el mundo. Ya saturado de Spotify, decidí darle una oportunidad a TuneIn y pagué una suscripción mensual. Recuerdo que fue una experiencia refrescante; poder sintonizar estaciones de diferentes partes del planeta que me transportaba a otros lugares, era como viajar sin salir de casa. Disfruté mucho de radios especializadas en música clásica, jazz, rock, entre otras, además de talk shows y programas de noticias internacionales. En particular, había una estación de jazz de Nueva Orleans que solía escuchar en las tardes mientras regresaba a casa; las melodías se entrelazaban con los sonidos de la ciudad, creando un ambiente casi perfecto. Durante un tiempo, TuneIn fue mi principal servicio de audio, pero no duró mucho. La falta de personalización y el sentimiento de querer algo más específico me llevaron a buscar otras alternativas, pero esos momentos de conexión con la radio alrededor del mundo fueron realmente especiales.

En las últimas semanas, decidí activar una suscripción a Amazon Music, motivado por un video de TikTok en el que un experto detallaba las diferencias entre las principales plataformas de streaming. Lo que más me atrajo fue la calidad de audio superior y la enorme cantidad de canciones disponibles en comparación a las ofrecidas por Spotify, aunque la interfaz, debo admitir, es algo reducida y un poco rígida, especialmente en el modo auto. A pesar de estas limitaciones, la calidad del sonido lo compensa con creces, y hubo un factor clave que me convenció: logré migrar mis playlists a Amazon Music sin ningún contratiempo, gracias a la herramienta TuneMyMusic. Ni siquiera la DJ personalizada de Spotify logró detener mi migración; de hecho, sus recomendaciones parecían cada vez más desconectadas de mis gustos, lo cual sólo aumentó mi descontento.

Definitivamente, disfruto cuando la música tiene esa calidad extrema. Escucho álbumes completos, no solo canciones sueltas, ya que cada álbum cuenta una historia que merece ser experimentada de principio a fin. Tengo una selección reducida a algunos géneros musicales y una temporalidad bien marcada, principalmente rock, pop y alternativa, con un especial énfasis en la música de los años 80. Para mí, no hay mejor música que la producida en esa década; su energía, la calidad de las composiciones, y el sonido distintivo de los sintetizadores analógicos me transportan a una época llena de creatividad y emociones puras. Así que, una tarde de domingo, decidí desempolvar mi viejo iPod Nano de 3ra generación, que contiene todos los discos que me gustan en formato AAC a 320 kbps, una calidad de audio que, aunque no es completamente sin pérdida, logra mantener un balance excelente entre fidelidad y espacio. Saqué del baúl de los recuerdos el JBL "On Stage III" Dock, y al conectarlo, el sonido cálido y robusto llenó la habitación, haciéndome sentir como si estuviera en un pequeño concierto privado. Esos momentos, rodeado por el sonido auténtico de mis canciones favoritas, me recordaron lo especial que es la música cuando se escucha de la manera correcta, sin distracciones ni compromisos.





domingo, 28 de julio de 2024

Linux y yo

El pasado viernes, cerca de las siete de la mañana, me llegó a través de WhatsApp una noticia que estaba circulando de forma masiva en las Redes Sociales. El titular indicaba: “Error Fatal”. Apagón informático de Windows afecta a aerolíneas, era una nota de la BBC News. Minutos después y con algo más de información, supe que se trataba del antivirus Crowdstrike el causante del tremendo incidente. Dejé el celular sobre el escritorio y me dirigí lentamente al ventanal de mi oficina para ver como la ciudad comenzaba a tomar ese su ritmo caótico previo al fin de semana. Fue entonces cuando me acordé del sistema operativo que, creo hasta ahora, no presentó una falla similar, el casi imbatible Linux.

Era mediados de los 90 y tuve la fortuna de conseguir un empleo en el principal ISP del país. Recuerdo que aquella era una época en la que la tecnología avanzaba a pasos agigantados y la comunidad de software libre empezaba a ganar cadencia. Siempre tuve una fascinación por la programación y el concepto de Linux me resultaba altamente atractivo, es así como, para poder demostrar mis conocimientos y experiencia sobre programación, decidí instalar RedHat en una polvorienta computadora que se encontraba en la olvidada esquina de esa oficina.

La instalación en aquella antigua 486 de Intel fue un completo desafío. En esos días, no se contaban con instaladores gráficos amigables como los que hoy se disponen, todo se hacía “a mano”, por medio de una serie de comandos ejecutados en una oscura consola. Con la copia del Linux RedHat en disquetes y un limitado manual de referencia, me sumergí en el incierto proceso.

Después de algunas horas y diversos intentos logré superar la etapa de instalación, para luego encontrarme ante una pantalla negra y su brillante cursor, esperando mis instrucciones. La interfaz gráfica no era algo que venía por defecto en la instalación; se requería de un trabajo adicional de configuración del servidor X, sin antes asegurarse de que el hardware fuera totalmente compatible, lo que significaba realizar varias acciones adicionales, sin la garantía de un perfecto funcionamiento, por lo que, era preferible continuar en lo que conocíamos como: Modo texto.

Aprender a manejar la línea de comando fue como descubrir un nuevo lenguaje de programación. Intenté con los comandos básicos como: ls, cd y cp. Esa simplicidad que presentaba Linux para escribir en unos pocos caracteres las instrucciones necesarias y lograr resultados inmediatos me resultó fascinante. Pronto estuve dispuesto a explorar otros comandos: grep, tail y more. Cada uno de ellos abrían nuevas puertas y me permitían acceder a los datos de manera totalmente diferente a lo que Windows ofrecía.

Para ser sincero, el salto a Linux fue casi como una consecuencia natural de mi experiencia con el MS-DOS, la programación en C++ y de aquellas largas horas que pasé frente a los monitores monocromáticos de la Universidad. Fue recién con Windows 3.1 cuando tuve el acceso a una interfaz gráfica y años más tarde, con la llegada de Windows 95, el monitor pasó del cursor a un puntero y del monocromo al VGA.

En aquellos años, la comunidad de usuarios de Linux era muy pequeña pero apasionada. Por lo tanto, encontrar soluciones a problemas a menudo implicaba sumergirse en foros especializados y largas listas de correos electrónicos, que eran donde la gente compartía sus experiencias y consejos. Aún no existía Google y se consultaban las precarias páginas web a través de un limitado navegador. Netscape era mi favorito, con Altavista, WebCrawler o Yahoo como sitios preferidos donde encontrar algo de información.

Definitivamente lo que más me impresionó de Linux fue su filosofía, esa idea de tener control total sobre el sistema, modificarlo y adaptarlo, era totalmente revolucionaria. El hecho de que todo el código fuente estaba disponible para ser examinado y alterado me dio una sensación de independencia, en comparación a otros sistemas operativos.

Con el tiempo, comencé a escribir mis propios scripts en bash para automatizar diversas tareas. La línea de comandos se convirtió en una extensión de mis desafíos, una forma donde podía experimentar y crear sin límites todo lo que quería lograr. Recuerdo haber pasado noches enteras ajustando configuraciones, compilando pequeños programas y personalizando cada aspecto de aquel sistema al que bauticé con el nombre de máquina: Quipus.

Esa experiencia con Linux de mediados de los 90, no solo me enseñó sobre tecnología abierta, sino también sobre la importancia de la comunidad y la colaboración. Fue un tiempo de descubrimiento y aprendizaje continuo, donde cada desafío superado se sentía como una victoria personal.

Mirando atrás, esos días frente a la pantalla negra de la terminal digital fueron fundamentales para mi desarrollo como programador y entusiasta de la tecnología. Linux no solo me dio un sistema operativo; me dio una forma de pensar y una pasión por el software libre que perdura hasta hoy.

Mientras escribía este texto, terminé de leer el libro de Neal Stephenson: En el principio fue la línea de comandos. El autor ofrece una perspectiva profunda y crítica sobre la evolución de los sistemas operativos y su impacto en la cultura informática. Stephenson argumenta que, a pesar de la popularidad de las interfaces gráficas, las líneas de comando y el software de código abierto siguen siendo cruciales para la innovación y el desarrollo tecnológico. 

Hoy, por motivos laborales, aún continúo trabajando con Windows, pero lo mejor de mi experiencia como usuario de computadoras me la brindó, indudablemente, Linux.