jueves, 17 de octubre de 2024

U2 Edición Especial

Recuerdo aquel viernes por la tarde, como si fuera ayer, cuando aún era un joven egresado universitario, con sueños y muchos planes a futuro. La jornada había sido larga y el peso de las clases, los proyectos y las noches de desvelo empezaban a pasarme factura, sin embargo, había algo que siempre me motivaba: la idea de mejorar mi equipo de computación, mi pequeño tesoro en esos días. Era una Compaq, una reliquia de escritorio que usaba para programar y en la que, entre ensayo y error, aprendía los secretos y las complejidades del código, desentrañando cada detalle con la satisfacción de alguien que va alcanzando sus objetivos.

Esa tarde me dirigí a la calle Eloy Salmón, una zona comercial emblemática aquí en la ciudad de La Paz, conocida por la gran variedad de electrodomésticos y equipos electrónicos que se encuentran en sus galerías. Por aquellos tiempos, la calle estaba repleta de tiendas que ofrecían desde piezas electrónicas de segunda mano hasta las últimas novedades tecnológicas. Era como un paraíso para aquellos de nosotros que, con un presupuesto ajustado y un sueño de tener la tecnología más avanzada, vagábamos por esos pasillos buscando cualquier componente que hiciera algún milagro en nuestras máquinas.

Mi objetivo era simple: encontrar una memoria RAM que me permitiera darle un poco más de vida a la Compaq, hacerla un poco más rápida, más eficiente para las largas horas de programación. Al entrar a una de las galerías, el bullicio característico de la calle Eloy Salmón me envolvió. Los vendedores ofrecían a viva voz todo tipo de partes y componentes. Mientras caminaba por el estrecho pasillo, mis ojos se detuvieron en un escaparate que destacaba entre el resto. En uno de los locales, rodeado de cajas con tarjetas de video y discos duros, había una vitrina de cristal iluminada cuidadosamente, donde se podía visualizar el logo de la manzana mordida, y allí, en su lugar de honor, se encontraban los últimos iPod de Apple. Era como si aquella esquina del local brillara más que el resto, atrayendo con un halo de modernidad que contrastaba con el desorden tecnológico del lugar.

El iPod, en esos años, era la definición de innovación. Un pequeño dispositivo que podía llevar toda tu música favorita, una promesa de libertad para un melómano como yo. Pero lo que realmente me dejó sin aliento fue lo que vi en la parte más alta de aquella vitrina: la versión limitada del iPod U2. Era diferente a todos los demás, negro con ese círculo de control rojo que resaltaba de manera imponente. Y lo mejor de todo, en la parte posterior, estaban grabadas las firmas de los cuatro integrantes de la banda irlandesa que tanto admiraba. En ese instante, el tiempo parecía haberse detenido.

No pude evitar acercarme más. Con algo de timidez, le pedí al vendedor que me dejara verlo de cerca. Me miró con esa expresión que los vendedores suelen tener cuando saben que probablemente no comprarás el artículo más caro de su mostrador, pero accedió. Sacó el iPod de la vitrina con cuidado, casi con reverencia, y me lo mostró desde el otro lado del mostrador. Lo tenía en sus manos, pero no dejaba que yo lo tocara. Era como si ambos supiéramos que era algo inalcanzable para mí en ese momento, y aún así, el simple hecho de verlo tan de cerca, de escuchar al vendedor describiendo cada una de sus bondades, era suficiente para alimentar mi ilusión.

Cuando finalmente decidí preguntar por el precio, la respuesta fue exactamente lo que imaginaba, y más. Una cifra que superaban todos mis ahorros, incluso mis sueños más optimistas de poder adquirirlo en un futuro cercano. Sin embargo, me quedé unos minutos más, observando, como un hambriento tras el vidrio de un restaurante Había algo poético en aquel objeto, algo que iba más allá de su función. Era la música, la tecnología, y también un poco de mi adolescencia condensada en aquel aparato. La mezcla del negro elegante con la rueda de control de un rojo intenso y vibrante, las firmas de Bono, The Edge, Adam y Larry. Era, en esencia, un sueño. Un sueño que me prometía llevar la música de U2 y de todas mis bandas favoritas siempre conmigo, en el bolsillo.

Pasaron casi 20 años desde ese encuentro, fue amor a primera vista, y la vida me llevó por caminos que nunca imaginé. Mucho ha cambiado desde entonces: la tecnología avanzó a un ritmo vertiginoso, los dispositivos se convirtieron cada vez más pequeños y más poderosos. Pero el deseo de poseer aquel iPod U2 se había quedado conmigo, latente, como una espina dulce que nunca quise quitarme del todo. Y hoy, después de tantos años, finalmente lo tengo en mis manos. No es nuevo, no tiene ese brillo inmaculado de aquel aparato que vi en la vitrina, pero está en óptimas condiciones. Tiene todos sus accesorios, incluso la caja original, y al sostenerlo, siento que sostengo una parte de mi historia.

Antes de volver al trabajo, decidí darme un momento para disfrutarlo. Busqué mis audífonos Bose, esos clásicos con cable, sin micrófono incorporado, simplemente dos pequeños auriculares blancos, quería que la experiencia fuera tan auténtica como en aquellos días. Conecté los audífonos, encendí el no tan pequeño dispositivo y busqué una canción que siempre tiene un significado especial para mí: "Every Breaking Wave" de U2.

Al escuchar los primeros acordes de esa icónica canción, una oleada de emoción me invadió el alma. La música llenó mi espacio, y por un momento, el paso del tiempo no importó. Éramos solo yo, los acordes de melodía, y aquel viejo iPod, finalmente juntos. En ese instante, todo era simplemente magnífico, fue como retroceder en el tiempo a ese viernes por la tarde en la calle Eloy Salmón, pero con la satisfacción de saber que los sueños, por más pequeños o grandes que sean, encuentran su camino para hacerse realidad. Como lo dijo Stephen Covey “Todas las cosas se crean dos veces. Siempre hay primero una creación mental, y luego una creación física” la creación mental estuvo en mí durante 20 años.



sábado, 5 de octubre de 2024

Volví con el iPod

Desde hace unas semanas, tengo en el escritorio a mi viejo iPod Nano de 3ra generación, conectado al también veterano JBL "On Stage III" iPod Sound Dock. Mientras trabajo, escucho las casi 850 canciones que llenan los 4 GB de capacidad de este pequeño dispositivo musical. Cada vez que presiono el botón de reproducción, siento una oleada de nostalgia y emoción, siento como si cada nota y cada melodía me transportaran a otro tiempo, cuando la música era algo tangible, un tesoro almacenado en pequeños dispositivos electrónicos. El sonido cálido que emana del JBL llena la habitación y me hace recordar lo que significa realmente disfrutar la música, sin algoritmos, sin interrupciones, solo yo y mis canciones favoritas.

En medio de la batalla, entre los servicios de streaming de audio, por posicionarse como el mejor, las ofertas van y vienen. Algunos suman inteligencia artificial a sus algoritmos para ofrecer recomendaciones personalizadas, otros se enfocan en ofrecer una calidad de audio extremadamente alta, con formatos sin pérdida o incluso sonido espacial, mientras que otros buscan atraer usuarios con la librería más extensa posible o con contenido exclusivo de artistas populares. Todo vale en el intento por capturar y mantener el oído del cliente, incluyendo planes de suscripción con beneficios adicionales, colaboraciones con dispositivos inteligentes y eventos en vivo para crear experiencias más inmersivas.

Mi primer contacto con los servicios de streaming fue a través Spotify, hace ya varios años. Me pareció increíble su sistema de recomendaciones; sentía que adivinaba mis gustos musicales al punto de que parecía hecho a medida. Al terminar una canción, comenzaba otra que también me encantaba, creando una experiencia auditiva continua y placentera. Pasé horas con los pequeños Bose QuietComfort Earbuds ajustados a mis canales auditivos, disfrutando álbumes completos de mis artistas favoritos mientras recorría el continente sentado en la butaca de un avión. La calidad de sonido de los auriculares, junto con las recomendaciones precisas de Spotify, hacían de cada viaje una experiencia inmersiva, casi cinematográfica, en la que la música se convertía en la banda sonora perfecta para cada paisaje y cada momento vivido.

Por un tiempo, compartí una suscripción a Apple Music, y ahí comenzó mi búsqueda por el mejor servicio de música digital. Apple ofrecía una calidad de audio distinta, casi etérea, que hacía que cada canción se sintiera como un viaje íntimo y envolvente. Quizás un poco más lenta en el arranque de las canciones, pero esos microsegundos de espera valían la pena, era como si el sistema se tomara el tiempo necesario para asegurarse de que todo estuviera perfecto. Podía distinguir las sutilezas en los efectos musicales, cada pequeño eco, cada vibración que parecía estar dirigida directamente a mi alma. Así, me obsesioné con escuchar versiones en altísima fidelidad, y dejé de lado cualquier otra opción que no cumpliera con ese nivel de detalle. Sin embargo, la suscripción, al ser una invitación, terminó en pocas semanas, y volví a Spotify, pero ya no era lo mismo. La magia se había desvanecido, las canciones no lograban conectar de la misma manera, fue como si algo esencial se hubiera perdido en el tiempo.

Lo que más me ataba a Spotify eran las playlists que había creado, cuidadosamente curadas a lo largo de los años. Cada lista representaba un estado de ánimo, un viaje, una etapa de mi vida, y desprenderme de ellas no era una opción sencilla. En ese tiempo no encontraba una manera más fácil de transferirlas a otra plataforma, así que me resigné a lo que tenía, atrapado en la familiaridad de esas listas que habían sido testigos de tantos momentos personales. A veces buscaba nuevas listas para variar, explorando las recomendaciones del algoritmo y buscando algo que me devolviera la emoción inicial, pero la monotonía me alcanzó y el encanto se desvaneció. Fue entonces cuando decidí hacer una pausa para dar paso a la música en la radio, buscando recuperar esa sensación de sorpresa y descubrimiento que parecía haberse perdido.

Recuerdo cuando los primeros celulares incluían un sistema de radio. Eran fantásticos, ya que solo tenías que conectar los auriculares, que funcionaban como antena, y podías sintonizar estaciones locales con facilidad. La emoción de poder escuchar música, programas de entretenimiento y noticias sin necesidad de conexión a internet era algo mágico en esos tiempos. Siempre me gustó la radio, y para mí, esa opción en el celular resultaba indispensable; era como tener una ventana abierta a la ciudad, donde podías escuchar desde los últimos éxitos musicales hasta las voces familiares de los locutores que acompañaban el día a día. Sin embargo, con el paso de los años, los modelos de teléfonos más avanzados decidieron eliminar la aplicación y sus componentes electrónicos necesarios para esa función, sacrificando mi conexión directa con la radio a favor de nuevas tecnologías. Fue un cambio que, aunque lógico para muchos, me dejó con una sensación de pérdida, como si se hubiera apagado un pequeño pero significativo puente entre lo analógico y lo digital.

Con la evolución de los servicios en línea, la radio también se adaptó a plataformas como TuneIn, Radio Garden y otras, que en sus versiones gratuitas te permiten acceder a estaciones de radio de todo el mundo. Ya saturado de Spotify, decidí darle una oportunidad a TuneIn y pagué una suscripción mensual. Recuerdo que fue una experiencia refrescante; poder sintonizar estaciones de diferentes partes del planeta que me transportaba a otros lugares, era como viajar sin salir de casa. Disfruté mucho de radios especializadas en música clásica, jazz, rock, entre otras, además de talk shows y programas de noticias internacionales. En particular, había una estación de jazz de Nueva Orleans que solía escuchar en las tardes mientras regresaba a casa; las melodías se entrelazaban con los sonidos de la ciudad, creando un ambiente casi perfecto. Durante un tiempo, TuneIn fue mi principal servicio de audio, pero no duró mucho. La falta de personalización y el sentimiento de querer algo más específico me llevaron a buscar otras alternativas, pero esos momentos de conexión con la radio alrededor del mundo fueron realmente especiales.

En las últimas semanas, decidí activar una suscripción a Amazon Music, motivado por un video de TikTok en el que un experto detallaba las diferencias entre las principales plataformas de streaming. Lo que más me atrajo fue la calidad de audio superior y la enorme cantidad de canciones disponibles en comparación a las ofrecidas por Spotify, aunque la interfaz, debo admitir, es algo reducida y un poco rígida, especialmente en el modo auto. A pesar de estas limitaciones, la calidad del sonido lo compensa con creces, y hubo un factor clave que me convenció: logré migrar mis playlists a Amazon Music sin ningún contratiempo, gracias a la herramienta TuneMyMusic. Ni siquiera la DJ personalizada de Spotify logró detener mi migración; de hecho, sus recomendaciones parecían cada vez más desconectadas de mis gustos, lo cual sólo aumentó mi descontento.

Definitivamente, disfruto cuando la música tiene esa calidad extrema. Escucho álbumes completos, no solo canciones sueltas, ya que cada álbum cuenta una historia que merece ser experimentada de principio a fin. Tengo una selección reducida a algunos géneros musicales y una temporalidad bien marcada, principalmente rock, pop y alternativa, con un especial énfasis en la música de los años 80. Para mí, no hay mejor música que la producida en esa década; su energía, la calidad de las composiciones, y el sonido distintivo de los sintetizadores analógicos me transportan a una época llena de creatividad y emociones puras. Así que, una tarde de domingo, decidí desempolvar mi viejo iPod Nano de 3ra generación, que contiene todos los discos que me gustan en formato AAC a 320 kbps, una calidad de audio que, aunque no es completamente sin pérdida, logra mantener un balance excelente entre fidelidad y espacio. Saqué del baúl de los recuerdos el JBL "On Stage III" Dock, y al conectarlo, el sonido cálido y robusto llenó la habitación, haciéndome sentir como si estuviera en un pequeño concierto privado. Esos momentos, rodeado por el sonido auténtico de mis canciones favoritas, me recordaron lo especial que es la música cuando se escucha de la manera correcta, sin distracciones ni compromisos.